La Eucaristía es el centro de la liturgia católica, y Corpus Christi es la fiesta en la que el sol de la Eucaristía brilla con todo su esplendor.

¿Cómo celebrar la fiesta de la Eucaristía? Como quiere Jesucristo: recibiéndolo en estado de gracia, comulgando su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, con fe y con amor.

Precisamente, la palabra que hoy resuena insistente en nuestra liturgia es esta: Sangre. ¡Le costamos sangre a nuestro Dios Padre! ¡La sangre de su Hijo!: "Esta es mi sangre... derramada por vosotros...". Por lo tanto el Señor nos quiere; aún más, nos ama con locura. No es difícil percibir la verdad de esta consoladora realidad: "No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la propia suya".

Jesús se queda con nosotros en la Eucaristía para que nosotros lo recibamos en la comunión, en estado de gracia, con amor y devoción.

El Señor permanece para siempre en la Sagrada Eucaristía con una presencia personal y sustancial. Jesús es el mismo en el Cenáculo y en el sagrario. En aquella noche los discípulos habían gozado de la presencia palpable de Jesús, que se había entregado a ellos en la intimidad del Cenáculo. Su presencia en aquellos momentos era de un valor excepcional para ellos: la del amigo que se despide, pero no para siempre, de sus íntimos. Se despide, pero al mismo tiempo, Jesús se queda en la Eucaristía. En el Cenáculo y en el sagrario está igualmente presente.

Y esto lo hace porque, no conforme con haberse encarnado, de haber muerto en la cruz, la locura del amor por entrar a vivir en cada corazón para transformarlo lo llevó a "inventar" el sacramento de la Eucaristía, donde Él mismo se entrega por cada uno de nosotros.

Jesús se nos da en la Eucaristía y enteramente: nos da su cuerpo, su alma, su sangre, su divinidad. Él viene a mí para transformar todo mi ser y cambiar la vieja criatura esclava del pecado en un hijo de Dios, capaz de vivir y participar en comunión con las tres personas divinas.

Reflexionemos

Es el momento de preguntarnos: si Jesucristo se nos ha dado enteramente en la Eucaristía, ¿podemos nosotros mezquinarle nuestra entrega?